LA NACION
MIÉRCOLES 27 DE SEPTIEMBRE DE 2017
Cerca de casa discurre un canal, recto y manso, que es tributario del río Luján y en el que suelen observarse botellas de plástico flotando hasta donde alcanza la vista. El municipio intenta, cada tanto, limpiarlo. Pero la avalancha de basura es implacable.
Desde hace un tiempo, mi barrio separa los residuos domiciliarios; los reciclables van a una bolsa verde de la que se encarga una cooperativa llamada Creando Conciencia. En su charla introductoria aportaron un dato estremecedor. Oh, no, nada de estadísticas climáticas escalofriantes. Lo que nos dijeron fue que varias empresas que reciclaban plásticos para fabricar tejas, baldosas o muebles habían tenido que cerrar por falta de insumos. Entonces vino a mi mente ese canal recto, manso y profanado por la insensatez.
Acabábamos de llegar a nuestra nueva casa, y -supongo que ya lo saben- dicha circunstancia está lejos de parecerse a lo que muestran películas y avisos de TV. Quiero decir, nadie corona tan ardua jornada brindando con un buen vino en unas copas diáfanas sobre un montón de cajas de cartón cubiertas con un mantelito di-vi-no. Para empezar, ¿dónde quedaron las copas?
Cuando nuestras vidas volvieron a organizarse, me puse a reciclar. Haría entonces un hallazgo sorprendente. Como me había advertido mi amiga Marcia, que es bióloga, esto de sacar, día por medio, una bolsa llena de basura es demencial.
-Yo pongo una bolsita así de chiquita en el contenedor.
-Por día.
-Por semana, Ariel.
Pensé que exageraba. Pero no. Lo que estamos haciendo es contaminar el planeta, cierto. Ahogamos los océanos con materiales que tardarán siglos en desintegrarse, verdad. Pero lo más delirante es que no tenemos ninguna necesidad de hacerlo.
¿Adónde irá a parar esa botella de malbec-cabernet franc que abrimos unos días después para celebrar la mudanza? A la basura. Un material noble que puede reciclarse sin límite y que tarda 4000 años en desintegrarse. ¡Y lo tiramos!
Alcanza con enjuagar la botella, ponerla en una pileta para que se seque y está lista para volver a circular. Esta idea es cardinal, la de mantener los materiales en circulación, en lugar de descartarlos. Todo el vidrio se puede reciclar. Frascos de aceitunas, de mermelada, de café instantáneo y el de esos pepinillos alemanes riquísimos que supimos conseguir.
Al segundo o tercer día me di cuenta de algo extravagante. El cesto de la basura seguía prácticamente vacío. Pero era sólo el principio.
Reciclar es una disciplina sencilla que se incorpora rápido y que enseguida se transforma en una segunda naturaleza. Porque, en un punto, aunque hayamos progresado hasta el infinito y más allá, conservamos, intacto, un instinto viejo como la Tierra: ningún ser vivo necesita un tacho de basura. Al reciclar, despertamos algo de ese instinto.
Como cuando fui a tirar unos diarios viejos. Logré refrenar este necio acto reflejo y los puse en la bolsa verde. Esa noche salió pasta. Casi desecho la lata de tomates. Que no sólo se puede reciclar, sino que es perfecta para los plantines de mi huerta. Hice un cálculo rápido y mucho antes de que llegue noviembre voy a tener más latitas que las que necesitaré hasta la próxima primavera. Las que sobren volverán a circular.
Cajas de todo tipo, cartones de leche, sachets de yogur, bandejas de alimentos varios y, desde luego, docenas de frascos y botellas de plástico van ahora a la bolsa verde.
Una semana después, incrédulo, volví a mirar la patética soledad del cesto de residuos y la conclusión fue abrumadora. Nos estamos soterrando en nuestra propia basura porque creemos que no hay otro camino.
Es al revés. El film plástico, unas cubeteras rotas, el aislante de los cables, los neumáticos, el aluminio, las bolsas de supermercado, los folletos, podemos reciclar casi todo. Diré más: hasta las tarjetas de crédito son reciclables. En serio. Si están vencidas, mucho mejor.